Un mar de fueguitos...

"Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo.
A la vuelta, contó. Dijo que había contemplado, desde allá arriba, la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos.
—El mundo es eso —reveló—. Un montón de gente, un mar de fueguitos.
Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás.
No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco, que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende."

Eduardo Galeano
( El mundo , de "El libro de los abrazos")

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sábado, 27 de julio de 2013

La Criolla-
¿Te acuerdas del cine?
Néstor Alessio
                                      
La mayoría de los cines en los pueblos han cerrado irreversiblemente sus puertas. En algunos casos, remodeladas sus salas para dar lugar a nuevos emprendimientos; en otros, su demolición definitiva para adecuar el espacio a las novedades que plantea la urbanización pueblerina.

Es posible que, a modo de testimonio, algún pueblo haya intentado preservar la vieja sala de cine con el propósito de que las nuevas generaciones no olviden el pasado de  sus mayores.

Pero, en la mayoría de ellos, el cine es una cuestión del pasado. Un recuerdo sólo almacenado en el inconciente de viejos memoriosos.

Y son esos viejos memoriosos los que disponen de la alforja más preciada para rescatar del olvido lo que a veces poco importa recordar. En cada pueblo, en el que alguna vez funcionó una sala de cine, quedan las pistas de aquellos que pudieron disfrutar de su magia.

Ir al cine en un pueblo era mucho más que ir a ver una proyección cinematográfica que nos aproximara al mundo de la ficción. El cine era mucho más que eso. El cine, el espacio del cine, era un ámbito de sociabilidad fundamental. Un punto de encuentro en el que se forjaba una identidad común y lazos de pertenencia entre la gente del lugar y las familias de las colonias cercanas.

Lo que sigue, es una pequeña reseña del cine mi pueblo.

A mediados de la década de los años ’30 del siglo pasado, el cine sonoro pasaba a constituir una realidad en muchos pueblos del interior del país. La Criolla, no fue ajena a esas innovaciones.

Los primeros ensayos cinematográficos habían sido de cine mudo cuyas proyecciones se realizaban a cielo abierto en el patio de la casa de don Víctor Colauti. Apelando a la historia del cine de aquellos tiempos, me imagino las caras de los concurrentes disfrutando de las grandes proyecciones de Charles Chaplin: “El vagabundo”, “El Chico”, “Tiempos Modernos”; en el género de terror, “La novia de frankenstein”; “King Kong”; “El último malón”, proyección santafesina sobre el levantamiento indígena en tierras litoraleñas…

Recién a partir del año1940 el cine tuvo su sala cubierta. Don Nicolás Nitri, un inmigrante italiano llegado a estas tierras hacia 1900 y a quien se le atribuye ser el fundador del pueblo, inauguraba  por aquellos años la primera sala cubierta que denominó “Cine Florida”.

La sala no era muy grande pero estaba dotada de una muy buena acústica. El piso y el techo (cielo raso) eran de madera, la tela de pantalla (telón) cubría todo el ancho de la sala y al fondo de la misma había un altillo- también de madera- donde estaba el proyector. Tenía una capacidad de aproximadamente 300 localidades cubiertas totalmente con butacas (inicialmente sillas de madera plegadizas), lo que confería de muy buena comodidad a los espectadores. Se proyectaban dos películas semanales: los sábados y los domingos en horarios nocturnos.

El proyectista especializado era un vecino del pueblo: don Roberto Tión que había sido contratado por Don Nicolás. A Tión lo ayudaba el hijo del dueño, Buby, de aproximadamente diez años. Con el correr del tiempo, el niño ya hombre, aprendió el oficio y reemplazó a su maestro. Toda semejanza con la historia del film italiano “Cinema Paradiso” de Giuseppe Tornatore, es pura coincidencia.

A mediados de los años ’60, la muerte de Don Nicolás coloca al “Cine Florida” al borde del cierre, lo que va a ocurrir poco tiempo más adelante. Un señor de la vecina localidad de Gobernador Crespo, José Luís Acosta- cacha-, será el encargado de darle continuidad al viejo cine mutando su también vieja nominación por la de “Cine Mayo”, aunque respetando la misma tesitura de funcionamiento.

Atrás quedaba toda una época y con ella los grandes clásicos del cine que emocionó a tanta gente. Algún viejo memorioso recuerda  “Besos Brujos” con Libertad Lamarque; “Bartolo tenía una flauta” con Luís Sandrini; Las primeras películas de Isabel Sarli que el público masculino deleitaba desafiando algunos conceptos impúdicos de la época; Los cinco grandes del buen humor con los inolvidables Zelmar Gueñol, Juan Carlos Cambón, Guillermo Rico, Rafael Carret y Jorge Luz. Y la cartelera internacional con proyecciones como “Lo que el viento se llevó” con Clark Gable; “La diligencia” y “Rio Bravo” con Marion Robert Morrison más conocido como John Waine; “Marcelino pan y vino” una proyección española…

El cine Mayo incorporará a su programación una novedosa zaga de directores argentinos que en variedad musical vendían a los cantantes más populares de turno: Palito Ortega, Leo Dan, los inicios cinematográficos de Sandro; Leopoldo Torres Nilson y su Martin Fierro con Alfredo Alcon y gran elenco de primerísimas figuras de la pantalla grande. Las mismas se combinaban con proyecciones internacionales del tipo western en las que recuerdo a Randolph Scott como protagonista; de terror con “El canario tiene garras” y “El cadáver en el diván”; además de las de aventuras con el inolvidable señor de las mujeres más bellas y de los autos más caros: Jean Paul Belmondo y Alain Delon por quien las mujeres suspiraban en la platea.

A fines de esa década de los años sesenta, la televisión irrumpe masivamente en la zona colocando de nuevo en jaque al cine del pueblo. Lentamente pero sin pausa, el espacio aéreo sobre las casas del pueblo fue cambiando el paisaje, y decenas de torres de hierro estructurado entre 18 y 20 metros de altura sirvieron de sostén a las antenas requeridas necesariamente para el funcionamiento de los televisores. Los viejos hábitos, que habían convertido al cine en un espacio público casi obligatorio de encuentro semanal, perderán gradualmente relevancia ante las nuevas expectativas forjadas en torno a los novedosos aportes de la pantalla chica.

En 1970, el propietario del “Cine Mayo”, decide su venta y emigra con su familia hacia la ciudad. El pueblo se queda otra vez sin su cine.

Hubieron de pasar varios años hasta que el cine llegara nuevamente al pueblo. Ahora de la mano de un descendiente de inmigrantes otomanos, Jacinto Asad, hijo de un encantador de serpientes de circo, que desde 1965 deambulaba con su cine rodante.

El “turco” –como le decían a don Jacinto- llegaba al pueblo muy temprano y con su propaladora recorría las calles del pueblo anunciando las películas a proyectar.

La Criolla volvía a tener cine. No será el cine que las generaciones más viejas habían conocido. Los espectadores serán jóvenes que no habían vivido los años dorados de las primeras proyecciones cinematográficas en el pueblo. No obstante las funciones serán a sala llena confirmando no sólo el encanto mágico que aportaba el cine en si mismo sino también la necesidad de trascender el hecho cinematográfico al transformar al propio cine en un espacio de encuentro que forjará y potenciará lazos de pertenencia entre sus concurrentes.

Las proyecciones más taquilleras del momento pertenecían a la zaga de los hermanos Sofovich, con comedias pasajeras en las cuales se destacaban  Jorge Porcel y Alberto Olmedo rodeados de las más vistosas vedettes y modelos del momento que se mostraban muy ligeras de ropas.

La cartelera del cine del “turco” estaba cargada de este género de películas que convocaban a cientos de miles de jóvenes en todo el país, y por consiguiente, en cada uno de los pueblos que disponían de una sala cinematográfica, entre ellos, La Criolla

- ¿Escucharon al turco?..., esta noche da una prohibida le dijo de pasada Miguel a Luís y a Raúl.  ¡Nos vemos en la esquina a las ocho y entramos todos juntos..!.

La esquina seguía siendo la vieja sala del cine Florida de don Nicolás Nitri y del cine Mayo de José Luís Acosta.

Y si hablamos del cine del turco como no recordar al “negro” Ledesma que era el contraseñero. “Tiquila”, mote al que también respondía Ledesma, esperaba al turco para que abriera la sala, y mientras recorría las calles del pueblo con su propaladora, limpiaba y acomodaba las butacas. Luego, a un costado de la boletería, se acomodaba para recibir los tiket de entrada…

Hacia fines de 1977 los problemas de salud que aquejaban a Don Jacinto lo alejaron progresivamente de la profesión que, según su esposa, había abrazado por más de 40 años por decenas de pueblos y colonias de las provincias de Santa Fe y Entre Ríos. La Criolla nuevamente vuelve a quedar sin cine (aunque no de manera definitiva) y, en ese tiempo, recibe el peor golpe de su historia: la demolición del histórico edificio de su sala que entre 1940 a 1978 disfrutaron distintas generaciones de criollences.

Una nueva experiencia de cine llega al pueblo. Y será un hijo del pueblo quien tome la posta: Roberto Tión (tito), hijo del proyectista del cine Florida. La nueva sala se instala en el interior del viejo edificio de la recordada tienda “La Morocha”. La inauguración se realizó el 19 de agosto de 1978 y la proyección central de ese primer sábado nocturno del nuevo cine fue “La fiesta inolvidable”, con el genial actor francés Petter Seller.

Pero la vida de este cine conocido en el pueblo como “el cine de tito” estaba destinado a una nueva frustración. Ahora sí el cierre del cine de La Criolla será definitivo.

Nota:

Homenaje: a “Buby” Nitri (“… el hijo del dueño…”) quien me contó la historia del Cine Florida.

Agradecimiento: a la señora Deolinda Lazzaroni, esposa de Don Jacinto Asad por los datos históricos que muy amablemente me brindó del cine ambulante de su esposo.

Ambos en programa ¿Escuchan… en el fondo? LT10 Radio Universidad Nacional del Litoral

A José Luís Acosta (Cacha) por su valioso aporte histórico  en el recuerdo del cine Mayo.

A tito Tión, propietario del último cine de La Criolla

Se puede reproducir el texto en forma parcial o completa siempre citando la fuente.

 Hasta la próxima....
 

martes, 16 de julio de 2013


EN BUSCA DE LOS PRIMEROS AÑOS


(La Criolla- ex estación Cañadita)

Hacia el 1900 mi pueblo solo era una estancia. Tenía una estación ferroviaria de altos, un centenar de habitantes, y un horizonte que se percibía transparente y en el cual todo estaba por hacerse. Hasta aquí llegaron nuestros jóvenes abuelos luego de atravesar el ancho mar en dirección al poniente. No escaseaba, en sus alforjas, el acopio de sueños que imaginaban realizar a fuerza de voluntad y de trabajo. Fueron ellos los que alteraron el agreste paisaje que le dio la bienvenida, y sobre el cual forjaron los primeros surcos que le dieron sentido a la nada esbozando las primeras páginas de su historia.

Muchos años han pasado. Sin embargo, las huellas de antaño perviven en la memoria de los que decidieron no irse y en la de aquellos que, aun no estando, atestiguan la existencia de viejos fantasmas que conceden un halo de inocente credulidad a vivencias inverosímiles que cobran entidad de tanto repetirse.

Esos viejos fantasmas siempre vuelven a mi mente y me intiman a desandar el camino en busca de mis orígenes. Y aquí estoy, como tantas otras veces, deambulando, a través del recuerdo, las calles de mi pueblo, tratando de recuperar del olvido algún archivo de memoria que me permita leer con añejas claves los mismos y renovados lugares por lo que alguna vez transité siendo niño y adolescente.

Nada está como era entonces.

Las calles y las esquinas ya no son lo que eran.

Tampoco se percibe el aroma a tierra mojada que el camión regador dejaba a su paso.

La vieja y añorada casona materna parece haber ido admitiendo tristes permutas en su fachada, y ese mismo sol pareciera evocar aquellas siestas, de veredas y bolitas, que potenciaban el malhumor del agente Barontini.

La plaza se llevó la canchita de fútbol forjada a fuerza de entusiasmo en terreno ferroviario, sus arcos de cañaveral y de hilo trenzado sirviendo de travesaño, zanjas hechas a pala que delimitaban su perímetro como si fueran líneas de cal, la pulpo de goma, los botines sacachispas y la añorada pelota de cuero, adquirida a fuerza de suministrar sabandijas al húngaro aquel que hacía de la chatarra su oficio.

A la historia le pregunto: ¿A qué parte del cielo habrá llevado su surtidor de combustible manual don Genaro Marelli? ¿En qué caminos relegados andará variando su caballo don Silvio? ¿Por qué Demetrio no abre mas su talabartería? ¿y don Nicolás Lujan no ronda más las calles de puro comisario?.

¿Qué fue de la primera sala cubierta del cine Florida? El de los Nitri. Ese mismo que reemplazó al cine mudo y a cielo abierto en el patio de la casa de don Víctor Colauti. El que años después se renovó bajo el nuevo impulso de un vecino venido de Gobernador Crespo: el “Cacha” Acosta y su imperecedero cine “Mayo”.

¡Cómo borrar de la memoria la avenida de tres cuadras paralela a las vías del ferrocarril!

Símbolo y referente de quienes habitaron el pueblo hace no tanto. Transito obligado de estudiantes y estibadores, de catangos y bolicheros, de abuelos y de niños, que deambularon su senda cercada de plátamos y glorietas. .

Un día decidieron darle de baja con el trillado fundamento de dar paso a lo nuevo remodelando lo que otro día descubrieron que era demasiado viejo.

Al frente oeste de la avenida se recuestan melancólicamente las viejas tiendas y los almacenes de ramos generales. Entre telas y carretes diviso la silueta de don Santiago Costamagna desplazarse suavemente detrás de los lungos mostradores. A su flanco izquierdo, don Santos Baroni hace más cálido su frío almacén obsequiando la “yapa” a los pequeños clientes. En la misma vereda don Genero recorre las mesas de su bar con el canturreo de siempre y de vaya saber que música de su vieja Italia.

En la otra esquina, el boliche del “gallego” Sánchez – mi abuelo- (que no era gallego porque había nacido en la provincia de Zamora, en Castilla La Vieja y León y vaya si se encargaba de aclararlo), allí concurrían los estibadores de los galpones del ferrocarril luego de cobrar el jornal camino de regreso a sus casas.

La tienda de Ramón Martínez que un día se incendió y quedó solo para el recuerdo como la casa quemada. La fonda “Las Colonias” de don Pedro Cellino, el taller mecánico del siempre recordado Pedrito Lasso, el viejo correo en el extremo sur del pueblo, y, más allá de sus fronteras, el campito de Pablo Bournissent, ya camino del Pantanoso.

De norte a sur –por la calle céntrica- la peluquería de “guecho” se recorta en el recuerdo. Su destreza con la tijera había inducido a los chicos de aquel entonces a definirlo “el carpintero” porque con el corte, decían, “te hacia escaleras en la testa”. En el extremo sur de la misma vereda se distingue el almacén de los Hnos. Guardatti, cruzando la calle la carnicería de pocho, y hacia el este por la calle trasversal, el legendario kiosco de diarios y revistas de Lito.

En el centro del pueblo “El Bochazo”, media cuadra al sur la comisaría nueva y, al costado oeste de la misma, la clásica tienda Quetglas con la atención de la recordada “tía” Caty y la presencia de la siempre linda Martita.

El carro de don Serafín tirado por un caballo, tan viejo como él, transita parsimoniosamente las calles vendiendo sus verduras. Don Serafín, un ruso andrajoso con apellido italiano, escapado de un campo de concentración alemán en la segunda guerra mundial, un día se bajó de un tren carguero para no irse nunca más. Y ahí nomás, muy cerca de su rancho sin nada, el renguito Romero, sobrevive su infortunio vendiendo carbón y arreglando pelotas de cuero.

Hacia el oeste del pueblo, la tienda de don Pedro Marelli es sólo un punto difuso y desconocido en el entramado de calles que representan los planos. Tampoco boliche “El Tropezón” del gordo Biassin adquiere visibilidad para quienes transitamos las calles buscando recuerdos, ni la fábrica de ladrillos de los hermanos Fur, ni Gladis “la totona” Quiroz endereza su volanta por la senda de tierra que tempranamente recorría vendiendo leche recién ordeñada.

Sólo el camino hacia colonia La Blanca parece petrificado por el tiempo y la quietud de su curso lo vuelve reconocible e identificable.

La armonía de mi recorrido ahora me sitúa en la vereda de la casa de mi abuelo. Desde allí observo a don Santiago Ravelli, esmerándose para que su huerta no sufra el peloteo de niños insolentes que juegan al fútbol en sus cercanías; hacia el norte se divisa el popular bar-confitería bailable “Lilalo” de Pililo; el no menos populoso “lulo”, el cartero que no llamaba dos veces; el “capataz” Scotta y Atilio Dodorico, dos camioneros con historia; “el chulo” Ríos y “el blanco” Brasca, personajes con uniforme; Ramón, “el moncho” Sodero, el “mono” Villafagne; “pastichoti” Contreras; el linyera Chaura; y los dos últimos jefes de la recordada estación “Cañadita”: don Enzo Toressani y el “crestón” Sánchez.

Y el negro pelé que nunca se fue, amigo de viajes en jardinera y compañero de gloriosas tardes de fútbol en el equipo del inolvidable y tristemente desaparecido Club Sportivo.

Del otro lado de las vías (así llamaban a la zona Este del pueblo), el recuerdo para la herrería del gallego Álvarez; el corralón de “pirucho” Sánchez, el almacén y bar de Serena y Justo Redondo; el barrio el carquejal, asentamiento de la comunidad Mocoví detrás de la antigua Escuela Nacional Nº 5, y sobre la Ruta 11, bar y despensa “monizu” de Orfilio Paruzzo, una especie de aduana en el ingreso este del pueblo e insalvable destino de viajeros y encomiendas.

Y me detengo aquí, aunque las imágenes se apiñen y resistan la clausura que le impone mi conciencia. Es tarde ya, y mis recuerdos están varados en la ruta 11. La misma ruta que alejó a tantos y la que siempre me regresa. Pienso en mi pueblo que seguirá siendo mi pueblo y La Criolla que seguirá siendo Cañadita (1), un punto imperceptible en el mapa y del que amontono cientos de imágenes y vivencias que compendian más de 120 años de existencia.

(1) Cañadita: denominación de la ex estación ferroviaria.

Autor: Néstor Alessio
“Historias de Pueblos Olvidados”
Historia editada en el libro “INSTANTANEAS… Santa Fe contada por sus habitantes”, Publicaciones de la U.N.L.